miércoles, 4 de agosto de 2010

VIAJAR CON LA TRIPA

VIAJAR CON LA TRIPA

El menú del trabajador afgano

En este dizisara se sirve plato único: cocido de garbanzos y carne en pucherito de latón. Cuesta 0,90 euros, pero no es uno más. En sus alfombras se han sentado ministros

04.08.10 - 02:13 - MIKEL AYESTARAN
NAJIBULÁ

Cuarenta años en Occidente es media vida. Cuarenta años en Afganistán son varias vidas, especialmente si se trata de los últimos cuarenta años de historia en el país asiático, marcados por la violencia y los constantes cambios en el poder. Cuarenta años tiene el restaurante Najibulá de Herat, la ciudad más importante al oeste de Afganistán y una de las paradas clave de la legendaria Ruta de la Seda, o eso es lo que calcula a ojo el hijo de su propietario y actual persona al mando del único horno de leña. Escondido en medio de la vieja judería del bazar, este dizisara -nombre que le viene porque la comida se sirve en unos pequeños tarros de latón que se llaman dizi en dari, la lengua local- ha sobrevivido a invasiones, guerras civiles y dictaduras fundamentalistas. Todo parece cambiar, menos el menú de este templo del abghust (literalmente carne-agua), un plato tradicional de la región, sobre todo en Irán, cocinado a base de garbanzos, patatas, guisantes, pimientos, tomate y carne de cordero o ternera. Es el único plato de la carta y se sirve todos los días del año, sin importar el calor o el frío. Siempre acompañado de pan tierno y dugh, el yogur líquido que ayuda a hacer la digestión y que los afganos toman con precaución si tienen que volver al trabajo porque aseguran que produce una severa somnolencia.

«No hay secretos, si tus manos son dulces y los ingredientes de calidad, seguro que sale bien porque la preparación es muy sencilla», asegura el joven Kodratolá que ha dedicado los últimos nueve de sus diecisiete años al negocio familiar en el que le ayuda su tío Ahmad. Cada día se levanta a primera hora y patea el mercado en busca de los mejores ingredientes necesarios para el que es el abghust más popular de la ciudad, un título forjado tras cuatro décadas y que no quiere perder. Recorre los mismos puestos del bazar desde los que en pocas horas llegarán los clientes a su restaurante.

La huerta que rodea Herat es rica en verduras y la carne es de primera calidad, pero no siempre fue así, especialmente en los años de ocupación rusa. Herat fue el primer lugar en el que los muyahidines encabezados por el señor de la guerra local y actual ministro de Agua y Energía, Ismael Khan, se levantaron contra el Ejército Rojo lo que provocó unas revueltas en las que al menos tres mil personas perdieron la vida. Los huertos se convirtieron en campos de minas y casi todos los comestibles empezaron a llegar de la vecina Irán, una tendencia que se mantuvo hasta hace bien poco. La influencia del gigante iraní sigue siendo notable en la ciudad, pero los cultivos han recuperado su esplendor pasado.

La contundente respuesta rusa arrasó también el bazar, un mercado que antiguamente estaba cubierto por techos abovedados que los aviones y tanques de Moscú reventaron para evitar que los muyahidines se escondieran. El pequeño Najibulá es un superviviente de aquel desastre y sus paredes son las originales de aquella parte vieja que era el orgullo de la ciudad. Para entrar hay que agachar la cabeza para no golpearse con el dintel. Se puede comer abajo, junto a la cocina, o en un piso superior al que se accede por estrechas escaleras de piedra y que da la sensación de estar en una cueva. «Como máximo podemos acoger a treinta comensales, pero la mayoría lo que hace es coger los dizi y llevárselos a sus tiendas para no tener que cerrar la persiana a la hora de comer», señala Kodratolá mientras añade un poco de tomate triturado a cada pequeña ración de lo que es denominado también «la comida del trabajador» porque se vende a 50 afganis (noventa céntimos de euro), un precio que, sin embargo, ha dejado de ser popular en un país donde «a pesar de que 35.000 millones de dólares han sido entregados en ayudas desde 2002 a 2009, dos de cada tres afganos subsisten solamente a pan y té», según el último informe de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de Naciones Unidas.

El trabajo comienza a las cinco de la mañana y termina a las siete de la tarde cuando se ha dejado todo listo para el día siguiente y el concierto de metal de las persianas del bazar anuncia el final de la jornada laboral. «Cada día hay que poner los garbanzos en remojo, es la base de nuestro trabajo para poder cocinar al día siguiente y tenerlo todo listo para el mediodía, la hora punta», comenta Kodratolá. No se sirven cenas.

Reservado para comer sin burka

Las fuerzas rusas llegaron a finales de los setenta e invadieron el país para hacerlo un satélite más de su órbita comunista. Entonces empezó una guerra santa por parte de unos muyahidines que gracias al apoyo americano lograron expulsar al Ejército Rojo. La salida rusa fue el inicio de la lucha por el poder entre los comandantes muyahidines que sumieron al país en una guerra civil de siete años. Los talibanes pusieron fin a esta guerra, pero el remedio terminó siendo peor que la enfermedad y en 2001 los americanos derrocaron al régimen fundamentalista para instaurar el actual gobierno de Hamid Karzai. Esta historia sangrienta podría ser tema de conversación y sobremesas eternas en cualquier parte del mundo, pero no aquí. Casi no se habla, se come rápido antes de que el plato se enfríe.

Sentados en la alfombra común que hace las funciones de mesa y silla, los comensales ven pasar a la gente. Como en el resto del país, las mujeres van cubiertas con el tradicional burka de color azul. En el Najibulá hay una parte reservada para familias y así las mujeres pueden descubrirse mientras comen. Se encuentra en un departamento trasero separado por una tela blanca del resto del local. La decoración, como en todo el restaurante, responde a la mezcla de gustos de las dos generaciones que lo regentan. Junto a las alfombras afganas de nudo rojo y bonitas figuras, en las paredes las fotografías de Cristiano Ronaldo, anunciando una marca de refrescos locales, se mezclan con paisajes de los Alpes suizos y réplicas de la 'Última Cena' de Leonardo da Vinci.

Como todos los platos de la región, no es picante y apenas se usan las especias para su preparación. Las grandes particularidades son que, a diferencia de la dieta básica afgana, el abghust permite celebrar un banquete sin tener que acompañarlo de la obligatoria montaña de arroz habitual de la gastronomía local y, sobre todo, que se trata de una ración individual, algo increíble en un país donde las comidas son comunes y normalmente se come directamente de grandes fuentes que se ponen en el centro de las mesas o alfombras. La forma de comer es todo un ritual y el extranjero debe observar a los lugareños si quiere aprovechar al máximo su dizi. «Primero se parte el pan en pequeños pedazos que se van depositando en un plato. Se vacía hasta la última gota de caldo del dizi y se hace una especie de sopa de pan que es lo primero que se come». Hamidulá, un vendedor de tela del bazar, explica paso a paso este ritual que asegura realiza «casi a diario» desde que empezó a trabajar en el negocio familiar. Terminada la sopa (shorwa) de pan es el momento de volcar el resto del tarro en el plato y empezar a machacar su contenido con una especie de mortero hasta formar un puré de garbanzos de color crudo. A falta de cubiertos, vuelve a ser el pan la herramienta básica para llevarse ese puré a la boca. Los platos quedan limpios.

Los clientes no pierden el tiempo en sobremesas. Pagan los cincuenta afganis de rigor o piden que les apunten en una cuenta que se abona cada jueves, antes del fin de semana musulmán, se limpian las manos en un pequeño fregadero situado de forma estratégica junto a la puerta y se reincorporan al bullicio del bazar. «Tenemos clientes fijos cada día, la mayoría son simples trabajadores, pero también nos piden comida de la Fundación Agha Khan -la institución que se encarga de la rehabilitación del patrimonio histórico de la ciudad- e incluso hemos tenido a ministros sentados en estas alfombras», confiesa Kodratolá en referencia al anterior responsable de Exteriores, Rangin Dadfar Spanta, nacido en Herat en 1954 y que durante la última campaña electoral recabó votos para Hamid Karzai en el bazar de su ciudad natal.

Sentado dentro del Najibulá la sensación es de paz. Todo ha ido cambiando en torno a este restaurante, menos sus garbanzos. Ahora más de cien mil soldados de la OTAN luchan por hacerse con «las mentes y los corazones» de unos afganos que, como la mayor parte de los clientes del Najibulá, sólo han visto un soldado internacional por televisión o cruzando la ciudad a gran velocidad en sus vehículos blindados. Unos soldados que se marcharán de Afganistán sin probar un abghust.

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