domingo, 22 de agosto de 2010

ÍÑIGO DOMÍNGUEZ : VIAJE TRANSIBERIANO / CAP. 15


VIAJE TRANSIBERIANO / CAP. 15

Bienvenido al país perfecto

La entrada en China está muy estudiada: quieren hacer ver a los pasajeros que llegan a la civilización con música de Richard Clayderman

22.08.10 - 02:13 - ÍÑIGO DOMÍNGUEZ

Como en una sauna con ruedas, los chinos se despelotan, se colocan una sábana y a vegetar.El tren de Ulan Bator a Pekín sale a su hora, al alba. Por cierto, que sepan que ya todo el mundo dice Beijing. La puntualidad en el Transiberiano se agradece, pero no tiene mérito. Los horarios están dilatados al máximo imaginable. Salvo avería grave, cualquier marca por encima de esos tiempos significaría una velocidad crucero de monopatín. Al viajero le tocan dos chinos en su camarote. Uno neutro y otro antipático. Con éste mantendrá un duelo de nervios. Le quita siempre la escalera de la litera. El otro se pone a comer huevos duros. El vagón es de segunda sin alegrías y sin aire acondicionado, con un ventilador. Hace mucho calor y al viajero le gusta cómo se lo toman los chinos. Como lo que es, una sauna con ruedas. Bajan la persiana, se despelotan, se colocan una sábana y a vegetar. Qué diferencia entre los pueblos. Los chinos no tienen ningún idealismo. El Transiberiano romántico se acaba en la frontera rusa. El jefe de vagón, de hecho, es un tío. Bastante simpático.

El tren atraviesa el legendario desierto de Gobi, donde huían Mortadelo y Filemón al final de sus aventuras. Generalmente aparecía un periódico explicando un suceso escabroso del que habían sido protagonistas. El viajero mira la vasta extensión de polvo hasta que, a la media hora, al fin ve algo: ¡una botella! Cuando se cruzan con algún tren se entretiene contando los vagones. Gana uno con unos 45. El termómetro del pasillo marca 40 grados. El cristal de la ventana arde. Curiosea por su vagón y constata que la idea es irlo llenando. Están el viajero y los dos chinos en un compartimento, y dos rusos en otro. El resto, vacío. Se supone que luego subirá alguien, pero si no se harán el viaje encerrados todos juntos para nada. Se va a dormitar intentando no pensar en ello.

Al cabo de cuatro horas abre el ojo y el paisaje es aún más desolador. El chino antipático también se despierta y se pone a jugar con una maquinita. Nunca ha visto en el tren a un ruso adulto haciendo eso. Son las tres de la tarde y llegan a una parada. Le invade la curiosidad. ¿Cómo se puede vivir aquí? La estación está en medio de la nada y sólo bajan el viajero y alguno más. Hace un calor asfixiante. Todo el tren duerme o agoniza. La estación tiene una fachada neoclásica, con cuatro puestos. Se compra una botella de agua y vuelve, porque el tren sale. Aunque tienen que esperar a una turista rubia que está cerrando el trato con una vendedora de objetos tradicionales. Regatean a ver quién aguanta más, con el tren que se va. Al final la guiri se sale con la suya. Sube satisfecha de haber escatimado varios céntimos de euro. El tren se aleja mientras los vendedores desmontan sus puestos y desaparecen.

El viajero va al vagón restaurante y atraviesa la primera clase. Son compartimentos mullidos, frescos con el aire acondicionado. Es como cambiar de estación, pero climática, no ferroviaria. Matrimonios de ancianos europeos y alguna pareja joven toman té plácidamente mirando por la ventanilla. El viajero siente una envidia feroz. En el restaurante, ornado con motivos mongoles, el viajero detecta de inmediato un ejemplar peligrosísimo de pasajero occidental solo y pesado. Están al acecho para capturar una compañía y abrasarles con sus historias. Este es un italiano presuntuoso que sermonea a tres comensales. Por lo visto ha ganado un concurso de la tele de preguntas de cultura general y explica cada una de ellas con la respuesta correcta. Ahora es millonario y da la vuelta al mundo. Presume de follar mogollón con rusas, que en su opinión son las mejores mujeres del mundo, pero sólo hasta los 25 años, aunque él dobla esa edad. El viajero se concentra en su menú con fotos, pero no hay nada. Come algo que en algún momento de su existencia fue pollo, tal vez incluso en una reencarnación anterior.

Después se va a gorronear aire acondicionado al pasillo de la primera clase y a mirar por la ventana. No pasa nada en varias horas y tampoco le echan. Al viajero le da tiempo a reflexionar largamente sobre su existencia y no llega a ninguna conclusión coherente. Se va haciendo de noche. Este es uno de esos espacios que aún permanecen oscuros en los mapas nocturnos del mundo. Llegan a la frontera china, donde se repite el psicodrama ya vivido en la rusa. En la última estación mongola sólo están un par de horas. Como en cada parada larga, aparece una brigada de currelas armados de barrotes y linternas que inspeccionan los bajos del tren. Van dando golpes en las ruedas: plonc, plonc, plonc. Después de ver la operación decenas de veces sin que pase nada el viajero se pregunta qué ocurriría si de repente sonara 'plinc', y no 'plonc'. Quizá habría que parar otra hora, pero casi es mejor descarrilar, pues a 50 por hora todo el mundo seguiría durmiendo con un ligero cambio de postura. Luego el tren se pone en marcha, pero se detiene enseguida en tierra de nadie, en medio de la oscuridad. A lo lejos se ven muchas luces, en contraste con el lado mongol, y una torre de vigilancia. Ve entre las sombras soldados con linternas que inspeccionan el tren. A las diez y media de la noche entran en China.

La sensación de cambio de país es nítida y está trabajada a conciencia. Hay farolas alineadas, parterres y arboledas, edificios bien rematados y hasta luces de neón. Las vías tienen cámaras de seguridad cada pocos metros. El tren se para por fin en la estación de Erlian, la primera china. No hay ni un alma. Pero parece más bien fruto de una limpieza concienzuda que de un hecho casual. Tampoco ocurre nada. Tras unos segundos de suspense, con el tren parado, empieza a sonar música por megafonía, con eco y distorsión de lata. Debe de ser el himno chino. En el silencio de la noche hace un efecto fantasmal. Aparecen varios funcionarios que se mueven a toda prisa, algo inaudito en una estación rusa. Van como diez veces más rápido. Se colocan con perfecta equidistancia ante la puerta de cada vagón y suben de forma sincronizada al sonar un timbre. Entran a pedir los pasaportes jóvenes sonrientes y aseados. El uniforme no les queda cuatro tallas más grande, como a los rusos. Al asomarse al pasillo el viajero casi se abre la cabeza, porque incluso han abierto los techos para inspeccionarlos y cuelgan las compuertas. Acabado el himno chino, fuera empieza a sonar Beethoven. Es una suerte que dejaran de prohibirlo en 1977. Luego irrumpe una voz femenina en un inglés perfecto. Da la bienvenida y aconseja no alejarse de la estación. «Nos preocupamos por su seguridad», dice. Es una voz cordial pero gélida, que retumba entre los trenes, custodiados por filas impecables de funcionarios. Luego, vuelta al piano con Richard Clayderman. Los chinos intentan impresionar con su recibimiento cuidadosamente calculado. Lo consiguen. Saben que uno viene de Rusia y Mongolia.

El único gilipollas

El viajero se muere de ganas de bajar, porque lleva quince horas esperando una parada para estirar las piernas y comer algo. Mientras aguarda el permiso le llaman de casa. Como ya le ha pasado, el móvil se revelará un instrumento diabólico. Le sucede una cosa muy tonta. Le lían en ese momento, once de la noche, frontera chino-mongola, para elegir el coche que alquilarán en vacaciones. Tiene trágicas consecuencias. La gente empieza a bajar a tierra y cuando el viajero se quiere dar cuenta, sumido en el dilema de elegir un Opel Astra o un monovolumen, el tren se mueve. Con horror busca al revisor, que le comunica que es el único gilipollas que se ha quedado a bordo y ya tiene que quedarse dentro dos horas. Llevan el tren a un hangar para cambiarle las ruedas, porque el ancho de vía es distinto. Así que ahí queda el viajero encerrado sin corriente, sin ventilador, sin baño y sin cenar. Sus juramentos se alzan en la noche china entre la megafonía musical. El revisor se muere de risa e imita sus aspavientos. El viajero se consuela asistiendo a la interesante operación ferroviaria. Es una cosa muy china: levantan los vagones uno por uno en una nave llena de ruedas.

Cuando regresa a la estación baja a pisar suelo chino. No hay tiempo para consideraciones trascendentes porque tiene veinte minutos para correr a comprarse la cena. Pero, acostumbrado a la precariedad rusa, aquello es un supermercado de otra galaxia. Hay de todo y de todas las marcas -alguna hasta podría ser original- con muchas pijadas y profusión de golosinas. Las frutas son perfectas, en forma y color de piel. Ante tal abundancia y con las prisas, el viajero no sabe qué coger y acaba con una cerveza y unas madalenas. Ésa fue su cena. A las dos de la madrugada, tras seis horas en la frontera, arrancan rumbo a Pekín. Suena otra vez el himno y la voz del robot femenino les desea buen viaje. Están en todo.

Al día siguiente el viajero se despierta a las nueve. El paisaje es nuevo, con cultivos, y con chinos trabajando, claro. Hay casas de adobe. Luego empiezan gargantas con túneles, puentes y embalses. Se percibe actividad por todas partes, un país que se mueve. Por un momento, espera ver a los curris de 'Los Fraguel', seres diminutos que construían sin parar, aunque quizá es un ejemplo demasiado limitado a especialistas en tardes de televisión. Era por no caer en el tópico de que trabajan como hormigas. Hay montones de tierra removida, viaductos en construcción, fábricas imponentes. Pasa un tren chino lleno. Cada ventanilla es una escena de un salón familiar. Todo el mundo en bañador, sudando y con muchos niños tirillas. Se asoman a la ventana para saludar. Parecen muy simpáticos y el ambiente dentro es alegre.

Se acercan a Pekín. Desde el tren se debería ver la Gran Muralla, levantada para contener a los mongoles, pero no hay manera. Además los cristales están muy sucios con el polvo del Gobi. De todos modos Marco Polo no la vio, no la menciona. Tampoco habla del té. Por esas dos cosas los críticos dudan de su relato, pero el viajero cree que se ceban con él porque es italiano y, claro, piensan que se lo inventó todo. El viajero aclara que no la vio, porque siempre sospechan lo mismo de él. Ahora está llegando al final de su odisea. Saca un papel con la dirección en chino que le envió su amigo Ángel, que vive en Pekín, para llegar a su casa en taxi. Aunque ni él la entiende y no estaba seguro de si era la de su urólogo.

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