domingo, 29 de agosto de 2010

Iñigo Domínguez: Regreso por las nubes

Más allá de los rascacielos, de la polución y de los centros comerciales, también hay un Pekín amable, con colinas, parques y barrios que parecen pueblecitos.

VIAJE TRANSIBERIANO/ Y CAP. 18

Regreso por las nubes

El viaje llega a su fin y tras las últimas aventuras chinas volvemos por la ruta del Transiberiano, pero esta vez en avión

29.08.10 - 02:32 - ÍÑIGO DOMÍNGUEZ

Fin del viaje

El viajero y su amigo Ángel están muy nerviosos por el partido. No el comunista, que ya los tendrá controlados, sino el España-Portugal del Mundial. Con el cambio horario, en Pekín empieza a las dos y media de la madrugada. Van a verlo a un pub irlandés, que también han llegado hasta allí. Tiene pantallas gigantes y se ha citado la colonia española. Periodistas, pero también personas normales. Hay mucha gente que se busca la vida en China. Por ejemplo, uno que trabajaba en un banco en Valencia. Daba créditos para un cochazo a veinteañeros en paro, más un millón para tunearlo. Avalados por sus padres o un tío de Cuenca. Ahora los del banco emigran a China y sus clientes no consiguen vender el coche, y menos tuneado.

En el bar hay un gran ambiente, incluso con algunos catalanes que hacen saber con insistencia que van con Portugal. Pero con buen rollo. Ya es como Manolo el del bombo, parte del espectáculo. Hay risas con una ocurrencia que consiste en gritar pedidos de bar cada vez que aparece Vicente del Bosque, porque recuerda a un camarero. Sale en la tele y se oye: ¡Una de calamares! ¡Un cointreau con coca-cola! ¡Larios con tónica y cacahueses!, y en este plan. Es pura nostalgia, algo entrañable. Al final gana España y a las cinco de la mañana, cuando salen, es de día. Se sienten como si hubieran pasado una noche de borrachera.

Al día siguiente van a comer a un centro comercial pijo. Hay tiendazas de todas las grandes marcas, pero vacías. Cogen sitio para cuando estalle el mercado chino. El fin de las ideologías cristaliza en una tienda de Dr. Martens, las famosas botas que llevan skin-head nazis. A un minuto hay una especie de Corte Inglés de las falsificaciones, con lo mismo a cinco euros. Perfectamente legal. Está lleno de turistas extranjeros y, sobre todo, extranjeras comprando Armani falso como locas. El viajero siente la obligación de tener que llevar algo de regalo, esa maldición de los viajes. No hay nada más divertido que ver a Ángel regatear en chino. Le piden 60 euros por cada cosa y al cabo de dos minutos ya discuten si cinco o seis euros. La dependienta se lo toma con ferocidad, pero luego se ríe. Es un juego.

Antes de partir el viajero tiene ocasión de confrontar sus dilemas chinos con un dirigente del partido. El comunista, no el colegiado del encuentro. Ángel va a entrevistarle y le acompaña. Le ha citado en una sala de té. Van con la intérprete, una china que se llama Agustina, nombre occidental que ha elegido no se sabe cómo. Tal vez por el santoral, como en 'La gran familia', que así salían Chencho o Críspulo, el que preponderaba el ascensor. El señor Xiao anda por los sesenta, es afable y sonriente. «Esto no es lo normal», le susurra Ángel, acostumbrado a entrevistar robots. Habla suavemente y con la música de flauta del local el viajero sufre para no dormirse. Pero Ángel le mete caña y se nota que Agustina lo pasa mal al traducir: «¿Se puede llamar todavía a China un país comunista?». Agustina se agita en el sillón. «Sí, porque la dirige el partido comunista», responde el señor Xiao con una sonrisa. Entonces le pregunta cómo se come eso con los ricos que hay ahora, las diferencias sociales y los trabajadores explotados. Agustina tose. El señor Xiao admite que no le gusta, por los riesgos de inestabilidad: «Los ricos son un efecto secundario que hay que resolver». Reconoce que China, pese a su éxito económico, debe mejorar la vida de la gente y tiene problemas de vivienda, sanidad y corrupción, pero cree que los ciudadanos están contentos porque su vida mejora. Luego les cuenta que en la Revolución Cultural también a él le mandaron castigado al campo. Lo dice como si hablara de la mili. Cuando salen, Ángel paga. «¡Joder, lo sabía, cuarenta euros por un té! ¡Siempre me hacen igual!», se lamenta. A los dirigentes del partido les gustan los sitios caros. Cuarenta euros es medio sueldo de un obrero de la construcción. Pero este señor representa la cara amable del régimen, que no quiere asustar a Occidente, y la nueva censura dulcificada, que admite errores.

Cuando regresan el viajero se fija en un quiosco. Podría ser un quiosco occidental, salvo por un detalle: no hay prensa libre. Pero hay todo aquello en lo que degenera la prensa occidental y que colma con creces las expectativas de la mayoría de la gente: deportes, moda, cotilleos, coches, tías, músculos, diseño, espectáculo... China es capitalismo auténtico, puro y duro, despojado de lo que lo humaniza y volcado en lo que lo embrutece. El viajero siente una intuición heladora. No es difícil saber hacia dónde va China. Donde vamos nosotros. Sólo es un espejo. No es que China cambie hacia nuestro modelo, también Occidente se aproxima al suyo. Se encontrarán en un punto idílico de entretenimiento, consumo y desinformación. Encima llega la crisis y da todavía más la impresión de que los políticos no pintan nada y manda una élite millonaria. Ya los servicios de atención al cliente te marean como a un chino.

Pero no hay que hacer mucho caso al viajero, ponerse apocalíptico es lo más fácil del mundo. Lo arregla con el famoso pato laqueado de Pekín. Ángel e Ivana le llevan a cenar a una tasca de un 'hutong', uno de los viejos barrios de casas bajas. Comen de miedo y luego dan un paseo por allí. Parece un pueblecito. Los vecinos charlan al fresco en la puerta de casa. La última noche en Pekín le muestra una ciudad amable. El viajero se va con ganas de volver, seguramente en avión, si no le declaran enemigo del pueblo chino. Los chinos, los pobres, tienen todo el derecho del mundo a ser felices, y ojalá lo consigan, quién sabe cómo. Este viaje por Rusia, Mongolia y China muestra países inmensos que rezuman dolor, maltratados por la historia.

Al día siguiente el viajero se despide de sus amigos bajo la lluvia. Ahí se queda Ángel buscando historias raras. Si se pone 'Ángel Villarino' y 'enanos' en YouTube sale algo increíble: estuvo en una delirante ciudad de enanos chinos. El viajero se vuelve por donde ha venido, pero más rápido. Regresa con un vuelo a Moscú, y puede seguir la ruta del Transiberiano como en un mapa. Son ocho horas. Y en tren ha tardado trece días. También treinta horas en el vagón podían pasar sin darse cuenta y una hora hacerse eterna. El Transiberiano maneja tales dimensiones que revuelve la cabeza como un ácido. Una vez en el aire la temperatura exterior es de 41 grados bajo cero. Lo mismo que ahí abajo en invierno. Estar en una yurta mongola o una casa siberiana es como estar dentro de un avión, sólo que se puede salir a dar un paseo. La extensión blanca de las nubes podría ser Siberia nevada, y Siberia puede parecer el cielo. En cierto modo no es de este mundo. A veces es el infierno. Le han contado que, en invierno, al que se le pare el coche en medio de la nada tiene media hora de vida. La solución es llevar gasolina para quemar las ruedas. Cada una arde 45 minutos. Eso da casi cuatro horas de vida, con la de repuesto. Entretanto, a lo mejor pasa alguien o la familia, impaciente, sale a buscarle. Ahora con el móvil es más fácil, algo que reconcilia un poco al viajero con el teléfono.

Campos de trabajos forzados

El viajero no ha llegado a la Siberia profunda, y se queda con ganas. Se conforma con mirar el horizonte desde el avión. En el extremo oriental, en Magadán y Kolyma, donde la vida es casi imposible, hubo 160 campos de trabajos forzados con una población permanente de medio millón de personas durante de tres décadas. Más allá está Kamchatka. Los nativos eran muy modernos. El explorador Stepan Krasheninnikov dijo de ellos: «Su máxima felicidad es tener la panza llena, no hacer nada y hacer el amor. Excitan la concupiscencia con cantos, danzas y relatos escandalosos. Consideran los mayores pecados el aburrimiento y la inquietud, que intentan evitar por todos los medios». Uno de esos medios era el suicidio, pero el fenómeno se disparó con la conquista. Los rusos entonces hicieron lo clásico: les prohibieron suicidarse.

La expansión rusa siguió más allá. A finales del XVII llevaron al primer japonés ante el zar, un náufrago, y en 1648 el cosaco Dezhniov fue el primero en descubrir que Asia y América no estaban unidas. Pasó por el estrecho de Bering 80 años antes que Bering. Pero su informe tardó 87 años en llegar a San Petersburgo. Los rusos continuaron hasta Alaska y buscaron una salida al sur. Así llegaron a California en 1806, donde los españoles les dejaron abrir asentamientos comerciales. Parece mentira, pero Rusia tuvo un fuerte por allí, Fort Ross. Sin embargo, aquello quedaba demasiado lejos y se fueron en 1841. Luego vendieron Alaska a Estados Unidos en 1867, pese a la oposición popular norteamericana, que creían que les timaban. La compra se aprobó por un solo voto.

El viajero comprende a los rusos, él también tiene ganas de volver a casa. Un poco más allá, hacia el Este, está la línea internacional de cambio de hora y día y ya se pasaría definitivamente de vueltas. El Transiberiano es un viaje tranquilo, poco monumental, exquisitamente antropológico, anómalo. A un país remoto se suele caer del cielo, literalmente, y produce un impacto exótico. Acercándose poco a poco todo cobra más sentido, la continuidad revela las conexiones entre un lugar y otro. Pero el viajero insiste en que no se coja el famoso tren por el paisaje. Es tan monótono que si se pone un póster en la pared o una foto de salvapantallas del ordenador se obtiene el mismo efecto de la ventanilla del tren. Por lo demás las estaciones están muy limpias, son ciudades seguras y, tranquilidad, hay internet por todas partes. El Transiberiano es un viaje que parece infinito. Cuando se acaba, el viajero se pregunta cuántas más razas, lenguas, culturas, también guerras, habría dado de sí el globo terráqueo si fuera un poco más grande. Qué planeta tan fascinante.

Termina con una sensación que confirma cada vez. El mundo está lleno de gente amable y encantadora, sin malicia ninguna. También se da cuenta de que viaja por lo mismo que bebía Malcolm Lowry, porque ocurren cosas. Acaba cansado y vuelve muy espeso, preocupado porque no sabe qué va a contar, salvo las tonterías que se le ocurren. Además le quedan días de jet-lag e insomnio, que para él son un tormento, pues pasa la noche en blanco mientras su cerebro le tortura repasando momentos de ridículo o en que ha sido un bocazas. Como, probablemente, muchos de estas líneas. Sueña con ser una marmota siberiana de cabeza negra, que duerme ocho meses. Con suerte, hasta el próximo verano.

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