miércoles, 18 de agosto de 2010


De protección a indolencia


Laura Fernández-Montesinos Salamanca


Para comprender la importancia que el pueblo mexicano tiene para los sucesivos gobiernos mexicanos, basta recordar las palabras del senador Pablo Gómez en el estrado de la cámara senatorial tras el desastre de las inundaciones que prácticamente barrieron a Tabasco del territorio terrestre y lo sumieron bajo el agua de octubre a diciembre de 2007.

Decía el senador que de haberse hecho los desazolves y limpiezas periódicas de los canales y las conducciones de agua en general, la catástrofe no se hubiese producido, pues se contaba con la infraestructura adecuada y personal capacitado para evitarlo. Si acaso los daños hubiesen sido considerablemente menores, se hubiesen salvado vidas, y los exorbitantes costos de reconstrucción. Aún así, el gobierno del Sr. Calderón insistía en que se debió a una serie de factores, innegables desde luego, aunque previsibles, climáticos y ambientales, como la influencia de la luna para una extraordinaria marea.

La cuestión es que los gobiernos mexicanos (hasta el momento no ha importado el partido en el poder, pues parece ser que los métodos fraudulentos y el engaño son hereditarios) no se preocupan lo más mínimo en prevenir. Y cuando lo hacen, es con la doble intención de enriquecerse a costa de la desgracia de los demás.

No hay cultura de prevención ni les importa implantarla, no hay organización, ni planificación para hacer los desazolves y las limpiezas que comentaba el Sr. Pablo Gómez. Ni se harán jamás por varias razones. Una es porque el pueblo de México carece totalmente de importancia para la clase política. La otra es porque los desastres siempre se han usado para obtener beneficios, y mientras la población afectada jamás ve cubiertas sus necesidades más básicas (de eso se encarga el resto del pueblo con la solidaridad que clama y reclama el gobierno a los ciudadanos, mientras él se lava las manos), los que se encargan del reparto se quedan con la mejor parte y a los damnificados les llegan las migajas, si cuentan con suerte.

La función de Protección Civil ha quedado siempre en entre dicho, del mismo modo que los bomberos, y hasta el ejército. En primer lugar no existen fondos. Con frecuencia los bomberos se ven obligados a enquistarse en los semáforos o cruceros de ferrocarril (Hasta eso, pues los pasos a desnivel, o las barreras en casi todo el país brillan por su ausencia) pidiendo apoyo a la ciudadanía para conseguir fondos con los que financiar equipos y ¡la gasolina de los vehículos! De este modo no es de extrañar que en algunos municipios (con desgraciada frecuencia) no exista un equipo de protección civil de planta.

Cuando se han perdido montañeros y escaladores en el Pico de Orizaba, se organizan partidas de expedición con expertos que “hacen las veces de miembros de Protección civil”, pero que no reciben remuneración alguna por su arriesgada y solidaria labor, y esos fondos pasan a los bolsillos de los que los custodian.

He sido incluso testigo presencial de rescates en zonas de difícil acceso a las que han caído personas en estado de ebriedad o por accidentes (barrancos a pocos metros de la zona urbana, escaladores atascados por una riada) y que han tenido que rescatar expertos montañeros y escaladores con recursos propios, que se dedican a organizar excursiones y deportes extremos, no a rescatar gente, aunque realicen esta labor con gentileza, mucho ánimo, coraje y valentía, y por la que no reciben remuneración alguna –a veces ni las gracias, y en ocasiones hasta insultos por la tardanza- y en las que han tenido que auxiliarse con sus propios compañeros y equipos, y cuando por la dificultad del acceso o lo complicado del rescate han precisado del apoyo de instituciones, se las han negado con mil pretextos, sin mencionar nunca su falta de voluntad, y en su lugar han enviado alguna grúa o algún operario que “fabricara in situ” una polea para rescatar al o a los afectados.

En otras ocasiones, como lo sucedido también hace pocos años, cuando dos niños indígenas de siete y ocho años, cayeron a una cueva de Chiapas cuando perseguían a un animal, se ha tenido que recurrir a instituciones como PEMEX o a los rescatistas de la Cruz Roja, porque en la localidad no se cuentan ni con recursos ni con personal especializado, a pesar de ser lugares propicios a que estas desgracias sucedan. El rescate no se logró, a pesar del equipo de exploración de PEMEX, ni de la presencia de una “topo” de la cruz roja que se internó hasta casi alcanzar a los niños.

Estas circunstancias no son frecuentes, pero sí lo son las inundaciones y los terremotos, y tampoco hay prevención ni preparación para afrontarlas.

Cuando suceden desgracias por estos fenómenos naturales, las autoridades minimizan las ayudas y a los damnificados con argucias diversas. Una de ellas, es negándoles el derecho a indemnizaciones por haber construido su vivienda, por ej., en lugares proclives a desastres, y por lo tanto, aseguran, no tienen derecho a ellas. Sin embargo no se tiene en cuenta que cuando la gente debe recurrir a instalarse en esos lugares, es por falta de recursos y necesidad de establecer su vivienda.

Por otro lado, ya ha salido a la luz en varias ocasiones, que las despensas y los paquetes de ayuda para los damnificados de desastres naturales, han permanecido ocultos en bodegas, incluso enterrados, como en aquellas inundaciones de Tabasco y Chiapas, por parte de alcaldes sin escrúpulos. Seguramente a la espera de la posibilidad de entregarlo bajo coacción electoral, venderlos o hasta dejarlos echarse a perder.

Cuando los eventos, previsibles, suceden, se envía al ejército a atender a los damnificados, porque no hay cuerpos de rescate profesionales, sólo voluntarios.

Fue tras el terremoto que colapsó la Ciudad de México en el 85, que el equipo de rescate conocido como los “topos” se profesionalizó.

Este es un testimonio de uno de ellos, que se desplazaron a Nueva York, tras el ataque terrorista del 11 de septiembre, armados con sus propias herramientas:

“Ya estaban las máquinas montadas removiendo escombros, había una gran efervescencia de gente de todo el país. Me impresiono el trabajo de los bomberos y de los rescatistas del estado de Luisiana, también la precisión de los obreros de la Unión, que cortaban el metal”.

Cuando Méndez supo que en Estados Unidos las máquinas que removían los escombros pertenecían a empresas, y que se contrataban por horas, y los rescatistas, bomberos y obreros recibían su correspondiente remuneración, se sorprendió. En México esas labores las realizan voluntarios.

Cuando le preguntaron por su presupuesto anual, sacó del bolsillo dos billetes de cien dólares: “este es mi capital y mi presupuesto”, dijo. Después supo que a uno de los grupos de rescate le habían dado dos millones de dólares, y las compañías ganaban alrededor de un millón de dólares diarios, que salió de una partida aprobada por el congreso para Nueva York.

Cuando en alguna parte del mundo suceden desastres, explicaba, los topos nos reunimos, pedimos ayuda para los boletos y los alimentos, y viajamos a ayudar a las zonas de desastre.

(BBC Mundo, corresponsal Marcela Hugues)

A Banda Acheh, Indonesia, arrasada por el tsunami, acudieron sin recurso alguno, sólo con las aportaciones voluntarias. Ninguna institución ni entidad gubernamental prestó apoyo alguno.

Concluyendo: En México no existen equipos profesionales de rescate, sólo voluntarios y personas con deseos de ayudar a la población en apuros. El gobierno se lava las manos, y cuando se pagan seguros, como se hace en Veracruz, cuyo gobernador tiene contratado un seguro de desastres en Europa, las miras van más encaminadas a la tajada que se puede sacar que a la protección de la población. Y es conveniente que sean declaradas zonas de desastre, por lo que se magnifican los acontecimientos, con miras a recibir cantidades mayores del seguro. En estos casos es curioso que no sucedan desgracias humanas que lamentar, o al menos las mínimas, pues se toman todas las medidas precautorias para evitarlas, a fín de recibir la prestación del seguro.

Si esto sucede, aunque sea por interés de los gobernantes, ¿Por qué no aplicarlo de forma habitual en la parte del territorio nacional que está abandonado a su suerte? ¿Por qué usar al ejército en actividades que no le competen en lugar de tener equipos de rescate y de bomberos bien equipados y asalariados? Ya está más que demostrado que se conoce lo que va a suceder, que hay herramientas con las que trabajar para paliar los desastres. Porque resulta más barato contar con la buena voluntad de los voluntarios y la generosidad de la población, y más beneficioso embolsarse las partidas destinadas a paliar los efectos de los desastres naturales. Y lo que falta es voluntad.

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