viernes, 20 de agosto de 2010

Iñigo Dominguez: La capital de las praderas

VIAJE TRANSIBERIANO/CAP. 14

La capital de las praderas

Ulan Bator es como un pegote en un país de pastores nómadas, mareado por rusos, chinos y budistas, pero apenas alterado desde Gengis Khan



20.08.10 - 01:45 - ÍÑIGO DOMÍNGUEZ

Próximo capítulo, el domingo 22 de agosto .Los mongoles nunca han tenido ciudades, y se nota. Ulan Bator les ha salido así así. Los nómadas ven la ciudad como una forma de vida absurda y malsana, y viendo la suya se les puede entender. Son dos calles puestas anteayer. El mayor imperio de la historia, el de Gengis Khan, presumía más de rebaños. Aún hoy Mongolia tiene diez ovejas por persona. Las 'yurtas', las tiendas blancas nómadas, aparecen en el paisaje como setas. Se siguen viendo en Ulan Bator entre las casas. El fraile Guillermo de Rubruck, que viajó entre los mongoles en el siglo XIII y lo contó en un libro fascinante, las describe y son iguales a las de hoy. Marco Polo, veinte años después, tuvo que ir hasta Pekín, pues Kublai Khan, nieto de Gengis, trasladó la corte allí. «Encontramos a los tártaros y tuve la impresión de entrar en otro mundo», relata fray Guillermo. La impresión hoy es la misma. Aunque encontró cristianos, pues los nestorianos andaban por allí desde el siglo VII.

Un reportero irlandés, Stanley Stewart, recorrió hace unos años Mongolia a caballo viviendo con los nómadas. Y sin tener ni idea de montar a caballo. En un libro muy chulo cuenta que al subir a un coche lo hacen por el mismo lado del caballo y les horroriza que alguien coma ensalada, como las vacas. Describe un mundo que sigue igual a hace mil años. Al saludar a alguien aspiran su olor. El viajero preferiría que con él se abstuvieran y además al llegar a su hotel al amanecer, pese a estar en otro mundo, encuentra una nota familiar: «Queridos clientes, les informamos de que el sistema de agua caliente de Ulan Bator hará su revisión anual del 24 de junio al 6 de julio de 2010. Debido a este hecho pueden producirse interrupciones». Aprecian la comprensión. El viajero intenta comprenderlo y estar a la altura de sus expectativas. Se ducha con agua fría y baja a desayunar. Goza con un huevo frito cuando irrumpen turistas españoles. El español es involuntariamente cómico, visto en el extranjero. Muchos van hablando castellano como en su pueblo, incluso en Mongolia, aunque gritan y deletrean a ver si les entienden mejor. Un camarero dice 'good morning' y uno responde: «Nada de 'good morning', bue-nos-dí-as». Algunos se sientan directamente y es su mujer la que va a prepararles un platito en el bufet y se lo lleva a la mesa.

La prioridad del viajero es comprar un billete para Pekín. En recepción una señorita con las uñas de colores le pone caras. Sólo hay tres trenes a la semana y hay tortas por los billetes. Hay uno al día siguiente y si el viajero lo pierde se quedará colgado cuatro días en Ulan Bator. Le fastidia porque quería hacer una excursión a las praderas y visitar nómadas. Es la Mongolia auténtica, que todo el mundo describe como maravillosa, pero no hay opción. Debe ir a luchar por un billete a partir de las tres, hora en que se abre la veda, y conformarse con el engendro irreal de Ulan Bator. Se va a hacer turismo bajo un sol abrasador y coge un taxi, pero la comunicación es aún más imposible que en Rusia. Tiene que ir indicando el camino con un mapa. El mundo del taxi mongol es apasionante, por no hablar de que cada coche tiene el volante en el lado que le parece. No se identifican y lo que hace el viajero es parar cualquier coche. Siempre dice ser un taxi. Y si no lo es, mejor para él. De este modo va al Gandan Khiid, el mayor templo budista del país. Pero antes le llama la atención la Asociación de Cazadores de Mongolia. Le da un pronto de periodismo de investigación:

-Hola, buenos días, ¿qué cazan ustedes?

No hablan inglés. Vuelve a hacer turismo como todo el mundo. El templo es muy bonito y se celebran ritos matinales. Es de los pocos que quedaron en pie tras la exterminación comunista. Mongolia era una teocracia al estilo de Lhasa desde el siglo XVII, controlada por China. El budismo llegó del Tíbet y fue importado secretamente por los chinos, hartos de sus vecinos bárbaros. Pensaron que a lo mejor así se dedicaban a la contemplación y dejaban de invadirles. Funcionó mejor que la Gran Muralla. Al inicio del siglo XX había en Mongolia más de cien mil lamas y 700 monasterios, los únicos edificios. Pero con el comunismo, desde 1924, el budismo se declaró delito y se arregló de la siguiente forma: 20.000 monjes fusilados y 80.000, a Siberia. Otra purga acabó con cien mil ciudadanos. En 1940 quedaron sólo cinco personas con educación secundaria. A ver quién se movía, y eso que eran nómadas. Se levantó Ulan Bator, que significa 'Héroe rojo' y hasta entonces se llamaba Urga, 'el templo'. Los subsidios de Moscú mantuvieron un mínimo sistema hasta que en 1990 todo se fue a la porra. Los mongoles volvieron a su vida nómada de siempre, aunque en Ulan Bator hay Ikea. Uno puede toparse en una 'yurta' con la estantería Billy.

El viajero pasea por el templo renacido, que bulle de actividad. Los turistas giran los cilindros de oración como si fueran la ruleta. Le recuerdan el formidable cuerpo secreto de exploradores británico del XIX, los pandit. Como a los ingleses les pillaban enseguida al espiar en regiones desconocidas, se les ocurrió enviar indios disfrazados de peregrinos budistas. Con un rosario de cien piezas contaban los pasos para medir las distancias. En la tapa del cilindro escondían una brújula y dentro, papel para anotar mediciones. Trazaron los mapas de zonas ignotas de Asia central.

El lado chungo

El templo Gandan Khiid es famoso por un Buda gigante de 26 metros. Los budistas siempre con lo mismo, a ver quién lo tiene más grande. Tienen una fama simpática, pero cualquier religión esconde un lado chungo. Ahí está Richard Gere. El viajero también les ha visto haciendo proselitismo político en Sri Lanka. Y le comen el coco a los niños. Ve en una sala a chavalines disfrazados de monjes cantando las oraciones como loros. En otra pagoda hay un lama echando un sermón. Se graba a sí mismo con un micrófono. Luego pone la garganta gutural, aunque no le sale a la primera y al principio carraspea. Seguro que eso lo borra. Los monjes mongoles de ahora serán unos benditos, pero en el pasado eran unos pájaros de cuidado. A ver si vamos desmitificando un poquito el budismo. Stanley cuenta que esquilmaban con impuestos a la población, vivían de préstamos con intereses del 200% y se tiraban a todo lo que se movía. Protagonizaron la gran epidemia de sífilis mongola del XIX. Este limbo medieval culminó en el siglo XX con el último monarca, octava reencarnación del primero, tercer lama en importancia de esta religión, el buda viviente Bogd Khan. Otro golfo. Aunque, si no se sabe, uno no se entera visitando su palacio, pues no dicen ni mu. Se intuye que no era casto porque se casó, pero además tenía amantes jovencitas. Su antecesor el primer Buda tampoco era manco: era artista y esculpió 21 diosas en bronce, allí expuestas. Con sus propias manos, insisten los carteles, y uno no puede dejar de pensar que todas tienen un par de tetas perfectas.

El viajero pasea entre animales disecados y regalos fastuosos que hacían al Bogd Khan, como una 'yurta' con piel de 150 leopardos y otra de juguete de cuando tenía cinco años. Es que ya le identificaron como buda con dos años. Luego uno se lo cree, normal. Recibía sentado en lo alto de 25 cojines, uno por cada título, de donde se caería con las trompas que se agarraba cada tarde. Tuvo el primer coche del país y se divertía lanzando cables conectados a la batería al otro lado del muro de palacio. Los viandantes los tocaban y creían que la descarga era una sacudida divina. El buda se moría de risa con los alaridos. Cuando murió en 1924 los soviéticos declararon que con él se habían acabado las reencarnaciones. No sigan buscando, debieron de romper el molde.

El viajero regresa a la plaza central, una de esas extensiones soviéticas como dos campos de fútbol. El efecto se ve desmejorado por la actual presencia de Armani y Louis Vuitton. La preside una estatua de Gengis Khan, el orgullo nacional. Aparece en los billetes y han dibujado su efigie gigante en una ladera. Cada país busca siempre en el baúl de los recuerdos para creerse algo, igual que hace uno con su biografía. El viajero, por ejemplo, guarda medallas de natación de las fiestas de la piscina. En el palacio había un mapa del imperio de Gengis Khan con todas sus batallas, de Polonia a Birmania. El viajero buscó si perdió alguna y no había más que dos, en 1274 y 1281, en Japón. Sólo le vencieron los samuráis.

Sigue hasta el museo natural, porque hay esqueletos de dinosaurios. Tienen un bicho llamado tarbosauro de hace 70 millones de años. Está bien colocado, su cabeza queda a la altura del bar del piso superior. El viajero se sienta a beber un refresco mirando al monstruo mientras juega con el niño de la encargada, que le mira como a otro bicho raro por sus rasgos occidentales. Al viajero, por su parte, le hace gracia que al hacer fotos a los mongoles la cámara le advierte de que uno o más individuos han cerrado los ojos.

Son las dos y el viajero va a la estación a pelear por su billete a Pekín. No hay nadie, pero a última hora aparecen mogollón de chinos. No hay orden establecido y cuando llega la empleada se monta un tumulto de treinta tíos. Pero el viajero vive en Italia y sabe un rato de colarse. En el templo, sin ir más lejos, ha visto a dos italianos colarse incluso para venerar a Buda. Finalmente logra un billete, pero hay que ver cómo se escurrían los chinos por las bandas. Para celebrarlo se va a tomar algo al Ulaan Baatar, el hotel modelo de la era soviética, a ver en qué se ha quedado. En el bar tienen puesta una música de Engelbert Humperdinck, o algo así. Esto no hace más que ahondar en la herida de la derrota ideológica. Con Engelbert nunca cicatrizará. Se toma una cerveza Golden Gobi mientras en la tele hay un desfile de ropa interior de modelos mongolas. El país da esperanzadores síntomas de desarrollo. Se va al hotel siguiendo una costumbre local muy graciosa, que también verá en China: cuando tienen calor se suben la camiseta, dejando la barriga al aire. El viajero va un rato con esta pinta, por tener la experiencia de que sea algo normal. Cuando llega a su habitación son las seis y le entra el clásico bajón de hotel. Se queda sopa viendo una peli de serie B de Jasón y los argonautas

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